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Colombia, visión 20-20

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La reactivación del debate sobre la calidad de la educación en Colombia denota varias contradicciones: un reflejo de nuestra cultura.
Empiezo por referirme al impulso de repetir lo que dijo el otro; en este caso, reafirmar perogrulladas y reinventar estudios olvidados en el olvido.
Convenido el reconocimiento de la educación como un determinante del desarrollo social para mitigar nuestros males endémicos –han sido ampliamente aceptados los diagnósticos, las causas y posibles soluciones de sus problemas, con sus fundamentos y supuestos intactos– es inevitable que las propuestas, desde diferentes frentes, converjan hacia lo mismo.
Como evidencia sugiero contrastar La Misión de Sabios (‘Al filo de la oportunidad’) con Visión Colombia 2019 (‘Revolución educativa’), o Tras la Excelencia Docente; la grandilocuencia de semejantes construcciones sociales refuerza la disonancia de las letras muertas que enmarcan tantos lemas de campaña, estrategias gubernamentales, pactos nacionales y políticas de Estado.
Condenados por el exceso de iniciativa y la carencia de ‘acabativa’, estos esfuerzos han despertado tantas expectativas como frustraciones, porque parece que los sueños nos adormecen.
Por esto, lamento que nuestro país no haya materializado tales ideales, el cinismo con el que los responsables del sistema educativo evaden compromisos, y el efecto inocuo y temporal que estimula cada coyuntura de opinión, por indignación, con la cuota ambivalente de algunos medios.
Entonces, no debería sorprendernos por qué, aunque parece que hacemos de todo, no cambia nada; por qué no vivimos una forma de ser, sino que promovemos una forma de parecer; por qué simplificamos cada episodio de nuestra historia, evadiendo o abandonando la dificultad de concretar nuestras aspiraciones; por qué somos espectadores y no actores del progreso.
Aprendida la lección, nuestra primera misión es no resignarnos ante este legado borroso, que visto de cerca se manifiesta como tragedia y de lejos semeja una comedia, parafraseando a Chaplin.
Y tampoco es prudente que dejemos de soñar. Pero dejemos el drama, superemos las excusas y no sigamos perdiendo tantos años sin hacer la tarea, porque la anomalía no está en el foco del examen ni en la claridad de sus mediciones, sino en la insuficiencia de la corrección; nuestro recetario ha olvidado una buena dosis de carácter gerencial, para hacer que las cosas sucedan, con recursos dedicados, metas con indicadores relevantes y administradores competentes.
Anclados en un ciclo de bocetos, con la ley del borrón y cuenta nueva, hemos abortado muchas declaraciones de propósitos e intenciones.
En permanente estado de crisis e incertidumbre –por la ambigüedad de las promesas, el suspense de las reformas y la caducidad de las iniciativas–, cada informe sobre la educación en Colombia anima un frenesí, representa una sombra, una ilusión, una ficción al estilo Calderón de la Barca, y siempre evoca ese sueño que –en permanente postergación, cual promesa de año nuevo– no hacemos realidad.
Por eso pienso que nuestro problema no es de óptica ni miopía, quizá tampoco de visión compartida, sino de inacción colectiva. Inspirado en el poema de Kipling If, me pregunto: qué pasaría si…
German E. Vargas G.
Catedrático
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