Antes de que termine el año, millones de colombianos conocerán la última versión de Sora, una aplicación de OpenAI –los dueños de ChatGPT– capaz de generar videos hiperrealistas con solo una instrucción escrita. En segundos, cualquier persona podrá crear un clip donde aparezca bailando en Marte, dando un discurso presidencial o protagonizando una película con Al Pacino. El problema, sin embargo, no es la fantasía: es la línea difusa entre lo real y lo falso, que esta herramienta vuelve casi invisible.
En su edición dominical, ‘The New York Times’ lo resumió con una mezcla de asombro y alarma: Sora no es solo una app de videos, sino una red social de inteligencia artificial. Su interfaz es muy similar a la de TikTok, su dinámica es de viralidad inmediata y su capacidad creativa es ilimitada. Tan solo basta con subir una foto del rostro para que la aplicación la integre en millones de escenarios posibles. En manos responsables, sería una revolución creativa; en manos equivocadas, un detonante de desinformación masiva. Y mucho me temo que se prestará más para lo segundo.
En Colombia, donde las redes sociales ya determinan el pulso político, el riesgo es más que evidente. Si con simples imágenes falsas o audios manipulados se han alterado debates públicos, imaginemos el impacto de videos realistas de personas diciendo o haciendo cosas que nunca ocurrieron. La posibilidad de fabricar pruebas visuales, discursos falsos o montajes políticos no es ciencia ficción: está a la vuelta de la esquina. De hecho, ya se han dado casos que han confundido a los ciudadanos.
Por eso, más que asombrarnos con la tecnología, deberíamos preparar un marco ético, legal y educativo urgente. Primero, el Estado y los medios deben establecer protocolos para verificar la autenticidad de los contenidos audiovisuales. Las instituciones electorales, por ejemplo, necesitan estrategias de detección de ‘deepfakes’ antes de que una campaña se vea intoxicada por imágenes falsas imposibles de desmentir a tiempo.
Segundo, el sistema educativo debe incluir la alfabetización digital crítica como una competencia imprescindible: enseñar a los jóvenes a desconfiar de lo que ven, a identificar fuentes confiables y a entender cómo se fabrican los contenidos digitales. En un entorno donde una realidad alterna tan creíble como la real puede ser inventada con una línea de texto, la capacidad de discernir se vuelve la nueva forma de inteligencia cívica y ética.
La posibilidad de fabricar pruebas visuales, discursos falsos o montajes políticos no es ciencia ficción: está a la vuelta de la esquina
Y tercero, tema que ya se ha dado en Estados Unidos, el debate sobre propiedad intelectual y derechos de imagen es urgente. Actores, periodistas, artistas o cualquier ciudadano podrían ver su rostro usado en contextos no consentidos, inclusive para usos comerciales. La regulación actual en Colombia apenas contempla estos escenarios. Urge legislar sobre el uso de la imagen en marcos generativos antes de que el daño sea irreversible. No le tengo mucha fe a esto, la verdad.
Seguramente Sora abrirá una era dorada para el arte, la publicidad, la comunicación y la estrategia, pero a la vez profundizará la crisis de confianza que ya atraviesan nuestras democracias. Como lo he indicado en varias columnas, no se trata de frenar el avance tecnológico, sino de generar una conciencia que nos permita proteger a la ciudadanía. Si no lo hacemos, la realidad será el siguiente terreno perdido ante la imaginación sin límites de la IA.
Sora nos va a maravillar, pero no podemos limitarnos a mirar con fascinación este fenómeno desde la pantalla. Debemos exigir a nuestros legisladores y educadores que abran una conversación nacional sobre confianza, verdad y desafíos en la era digital. Sora nos va a ofrecer un espejo tan poderoso que, si no nos preparamos, deformará nuestra propia realidad. ¿Sabremos enfrentar esta amenaza?