En 1969, el psicólogo Philip Zimbardo, profesor de Stanford, quiso comprobar si el crimen dependía de la maldad individual o del entorno social. Dejó dos automóviles abandonados con el capó abierto y sin placas: uno en el Bronx, barrio golpeado por la pobreza, y otro en Palo Alto, símbolo de orden y prosperidad.
El resultado fue inmediato. En el Bronx, el carro fue desmantelado en menos de 24 horas. En Palo Alto, en cambio, permaneció intacto durante días, hasta que el propio Zimbardo rompió un vidrio con un martillo. En cuestión de horas, personas comunes comenzaron a destruirlo. Bastó una señal de que las reglas ya no importaban.
De esa experiencia nació la teoría de las ventanas rotas, formulada después por los criminólogos James Wilson y George Kelling. Su conclusión fue clara: cuando una comunidad tolera pequeñas infracciones, envía el mensaje de que nadie está a cargo, y el desorden se multiplica. La impunidad cotidiana termina destruyendo la confianza colectiva.
Colombia vive hoy ese mismo experimento, pero a escala nacional. Durante años, la política criminal ha tratado los delitos menores como “nimiedades”, incluso los cometidos con armas o en flagrancia. El sistema judicial ha normalizado la impunidad del hurto, la estafa, la evasión y la extorsión. Los reincidentes vuelven a las calles, los ciudadanos dejan de denunciar y la autoridad se diluye. El mensaje es devastador: la ley existe, pero no pesa.
Esa permisividad no solo afecta la convivencia: está minando el desarrollo. Los gremios empresariales lo han advertido con claridad. Fenalco, la SAC, Andi y varios más coinciden en que la inseguridad ciudadana y la inseguridad jurídica son hoy los principales obstáculos para el crecimiento sostenible, la inversión y la generación de empleo.
Las encuestas gremiales muestran que la sensación de riesgo, la inestabilidad normativa y la impunidad penal impactan directamente las decisiones económicas, especialmente en los territorios más apartados y en los barrios de mayores necesidades socioeconómicas.
Cuando no hay autoridad ni reglas estables, no hay confianza ni prosperidad. El pequeño comerciante teme abrir su negocio, el productor rural teme transportar su cosecha y el inversionista duda. La inseguridad, en las calles, en los contratos y en las instituciones, termina castigando al que trabaja y premiando al que se impone por la fuerza.
Zimbardo demostró que el entorno moldea la conducta más que la personalidad. Por eso, restaurar el orden no es autoritarismo, es desarrollo. Una política criminal seria debe sancionar los delitos menores con eficacia, garantizar justicia pronta y recuperar la confianza en las instituciones. Un Estado que aspire a crecer debe ofrecer reglas claras, estables y previsibles.
Estos vacíos son visibles en el Índice de Incertidumbre de la Política Económica (IPEC), en el que el país alcanzó en abril su nivel más alto del año, con 299 puntos, situación que refleja la creciente percepción de inestabilidad jurídica y económica, que afecta directamente la confianza empresarial. En otras palabras, la inseguridad física y normativa y los anuncios erráticos del Gobierno agravan el entorno, frenando decisiones de inversión y profundizando el deterioro institucional. Porque sin seguridad no hay inversión, sin inversión no hay empleo y sin empleo no hay paz social. El orden no es un lujo: es el primer bien público. Cuando las reglas dejan de importar, no solo se rompen ventanas: se rompe el pacto social y se detiene el progreso del país.
JAIME PUMAREJO HEINS
e-mail: japuma@portafolio.co
Intsagram: @jaimepumarejoheins
X: @jaimepumarejo